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¿Qué puede sentir Juan Carlos Bolaños en la cárcel? (Segunda parte)

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En la primera entrega que realizó Once Noticias este lunes sobre lo que posiblemente vive Juan Carlos Bolaños y el comité de crédito del Banco de Costa Rica (BCR), al haber sido arrestados por el caso de los préstamos para la compra de cemento de China, comentamos algunas de las experiencias que se cuentan en las celdas de los Tribunales, mientras todavía son solo indiciados (no se les ha acusado formalmente).

En ella les contamos lo que personas entrevistadas por este medio indican que se vive en ese claustro, atiborrado de gente a la espera de una resolución por parte de los jueces. Para esta segunda entrega, relatamos lo que se vive después de esos primeros días, el traslado al centro penitenciario.

Según cuentan, a pesar de que una vez que son ingresados a las celdas de los Tribunales, los abogados les aseguran que los sacarán de inmediato, que no pueden retenerlos, luego de que es aceptada la solicitud de la Fiscalía de aplicar medidas cautelares, los defensores prometen la apelación y una vez más, que eso será rápido, sin embargo no es así, pues debe presentarse ante los jueces que la revisarán, no sin antes hacer fila por procesos previos en los que se presentan acciones similares.

Por ello, una vez que se dicta la prisión preventiva, lo que sigue es la reubicación en un centro penal, lo que produce pavor entre los privados de libertad, guiados por los mitos urbanos y las historias en la celda del Primer Circuito Judicial, cuentan los que han pasado por ese proceso antes.

Sin embargo, aunque lo único en la mente de los reos es la cárcel, antes de llegar ahí, les toca atravesar las calles en la famosa «perrera», esa patrulla modificada especialmente para el traslado de reos.

Previo a ser montados en ese vehículo, los presos son esposados en sus muñecas, inmovilizados con grilletes en sus tobillos y encadenados los unos a los otros a la altura de la cintura, haciendo filas de cinco o seis reos. La idea de esto es que los más violentos no intenten escapar por su cuenta y en el caso de quienes, digamos, tienen mejor posición socioeconómica, no le paguen a alguien para que haga algún intento de sacarlos mientras son llevados a la cárcel, ya fuera por medio de un asalto armado, o de algún tipo de choque.

Esto puede sonar al guion de una película de acción, pero las autoridades toman estas previsiones porque todo está dentro del rango de lo posible.

El cajón de la perrera está dividido en dos, con una pared de hierro en medio de la cabina y dos bancas metálicas a los costados de la celda móvil.  También hay barras largas de hierro que atraviesan la cajuela, ellas, los detenidos encadenados.

El espacio es mínimo y con los virajes de la unidad y el paso por muertos (reductores de velocidad), los que ahí viajan se golpean entre ellos y contra las paredes metálicas. La temperatura se eleva a cerca de los 50 grados centígrados, al no haber ninguna clase de ventilación y viajar estrujados cinco hombres de cada lado, la perrera es un horno.

Junto a esa perrera, van otras dos en cualquier orden, una vez más, la intención es impedir posibles planes de escape, ya que los reclusos mismos no saben en cuál viajan, de igual forma cómplices que ven atravesar la caravana, ignoran cuál es el vehículo donde transportan a su compañero.

Junto a las perreras, bullicio de sirenas y motores de patrullas convencionales que escoltan a los detenidos junto a policías motorizados, el objetivo, actuar de inmediato ante posibles fugas. Así el trayecto de minutos entre los Tribunales de Justicia y centros penales como la cárcel de San Sebastián, parecen eternos, entre golpes y el ruido de sirenas y pitos.

Una vez más, no hay ninguna clase de distinción y quienes viajan ahí solo son números, por lo que indiciados por asesinato, robo simple, narcotráfico, peculado, se mezaclan los unos con los otros. Hay quien se ha orinado durante el viaje y otros que vomitan, lo que solo hace el traslado mucho peor.

Por fin se llega al destino, el ruido aumenta, filas de motocicletas cierran el paso a ambos extremos de la calle, oficiales armados a la altura de la calle y en las dos torres junto al portón de la cárcel. A las afueras del centro penitenciario, la gente que está ahí para dejar encomiendas, visitar reclusos, vender sus productos; es la primera en iniciar el escarnio y el castigo público.

Sin saber quiénes van en la perrera, les gritan toda clase de obscenidades y les enumeran una serie de castigos que recibirán una vez sean ingresados.

Por fin cuando verifican que no hay posibilidad de fuga, abren el enorme primer portón, que con estruendo deja pasar a la perrera, que ingresa en marcha atrás por una cuesta abajo que se inclina como descendiendo al infierno. Los detenidos no tienen a qué sujetarse y todos se abalanzan contra la puerta del cajón, en perjuicio del más próximo a la salida.

En ese momento todos los sonidos se agigantan, debido al eco de ese espacio cavernoso, el freno de los neumáticos que rechinan contra el pavimento, el crujir de las enormes aldabas, las cadenas que dan contra el metal, las voces de los oficiales que dan instrucciones para la «entrega».

Presisamante es eso lo que pasa y por lo que se sigue tanto protocolo; los custodios del Organismo de Investigación Judicial (OIJ) entregan a los oficiales penitenciarios, los hombres que permanecerán ahí los siguientes meses, por ello no debe haber ningún error.

Cerca de 40 minutos estarán los reos ahí. Más cerca que nunca de las jaulas de la cárcel.

 

 

Mañana continuaremos con la tercera parte de esta entrega.

 

 

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